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En las afueras del teatro se dibujaba la línea entre la zozobra de los viernes y la paz de las cuerdas que, con paciencia, aguardaban a los invitados. No muy lejos del recinto, el cristal de las jarras de cerveza daba la campanada de inicio al fin de semana. Ahí acuden los que tratan su jornada como relleno entre el sueño y el jolgorio.

Aquí no era así: una semana de presentaciones exclusivas por artistas internacionales del género, más grandes que la vida, pero cuyos nombres no suenan en la cartelera de inmediatez que marea a la generación digital. La vasta mayoría del público son personas mayores de treinta años, con trabajo diurno y quehaceres esperándolos en casa. Con tarjeta de crédito y ojeras de cansancio. La cita es a las ocho y a esa hora son pocos los asientos vacíos.

Una audiencia heterogénea pero paciente, atenta y cuya sensibilidad por la belleza les exigió reservar un asiento para vivir la experiencia de escuchar a las estrellas de la noche, Catherine Russell y Dionisio “Chucho” Valdés, ambos acompañados de sus respectivos secuaces de genialidad y de incomparable talento. La penumbra solo es interrumpida de manera eventual por las pantallas de los teléfonos celulares: llevamos a la casa ajena lo que aprendimos en la propia. El resto del año vivimos la falacia de que todo lo que transmitimos le interesa a alguien más.

Pero el embrujo del jazz puede más que la taquilla. Una a una, las pantallas de quienes se resisten a vivir el presente regresan a los bolsillos. El volumen agradable de los instrumentos y la acústica ideal del teatro abraza a la estresada audiencia. La mente comienza a viajar cuando carece de distracción. En cada pieza, los instrumentos tienen cada uno su momento para brillar y lo hacen. No hay distracción posible, la ejecución, la emoción de esperar el siguiente cambio en el ritmo y las maravillas que brotan de las falanges de los músicos acarician el alma del público. La voz de Catherine Russell cuenta dos historias: la que narra la letra de cada pieza y la que te cuenta su emoción en el canto. El dolor, el despecho y la nostalgia se turnan para acelerar el corazón de los que escuchan.

Después del deleite de la primera hora, el público se prepara para recibir al maestro Chucho Valdés. Octogenario pero eterno, entra al escenario como si se tratara de la sala de su residencia. La tarima le pertenece y nosotros también. Nos deshacemos en aplausos al verlo y pensar en el privilegio que vamos a vivir. Absoluto silencio, cual pupilos esperando al maestro, las cabezas se mecen siguiendo los acordes del Steinway. Don Chucho nos da la espalda mientras ejecuta, pero sentimos su tacto con la música. El viaje está calculado a la perfección: nadie lo esperaba.

Las piezas ejecutadas en esa mágica hora y media construyeron un viaje de emociones: la alegría caribeña, la nostalgia del hogar, la algarabía de las congas, un guiño a Mozart, el recuerdo de Chick Corea, a quien el maestro le dedica un tributo, y luego una demostración, para que no queden dudas, de la virtuosidad del pianista cultivado en conservatorio. La banda toma un aire en silencio mientras don Chucho nos lleva en su piano a caminar por ese rincón atribulado de nuestra vida y todo vuelve a estar bien.

Hay algo mágico en la ejecución de un gran pianista: puede que el público desconozca la melodía, puede que no haga contacto visual, pero su sonido conecta con esa parte de nuestra mente que carece de vocabulario. Esa esquina donde se guardan las lágrimas para alguien que ya no está. Me quedé observando el dorso de la blusa rutilante del maestro y de pronto dejó de tener edad. Dejé de pensar en las pantallas impertinentes, en los noticieros que pintan al país como el peor hueco del tercer mundo, me olvidé del bullicio de las jarras y de la vida que me queda. Estaba siendo aprisionada por el presente.

Hasta el tiempo se detuvo a escucharlo tocar.

MissPraxx

MissPraxx

Escritora, melómana y desequilibrada. Menos etiqueta y más verdad.