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Una de mis grandes alegrías fue conocer en 2013 a Mario Vargas Llosa. Recuerdo haber quedado en shock cuando lo vi entrar al recinto donde se celebraba la sexta edición del CILE. Sostenía una taza de café mientras todos lo observaban, fascinados. No es todo los días que un ganador del Premio Nobel visita Atlapa. 

Como eran los buenos tiempos en los que Tik Tok era solo una canción de Kesha, transmitir en vivo era una tarea reservada para el periodismo. Una fuerza natural nos movió a la proverbial fila. El maestro me regaló una cálida sonrisa y con su voz profunda leyó sin titubeos mi gafete, garabateó su firma sobre mi ejemplar de La Civilización del Espectáculo y una pequeña dedicatoria. Clavó sus ojos grisáceos en los míos y me devolvió el libro. 

Este momento fue conservado en una secuencia de fotos. Yo de pie, observándolo, él sentado sonriente, firmando. En ninguna de ellas aparto mi vista de él. Ese día, nadie le quitó los ojos de encima. Las fotos fueron tomadas por una de mis amistades. “Por favor, solo toma lo que ocurre”, le dije. Compartí la foto en una de las redes sociales, sin meterle mente a la descripción, y un par de meses más tarde, la imprimí para conservarla junto al libro autografiado. 

La cultura de lo efímero

Cada argumento a favor de las redes sociales como la otrora útil herramienta de promoción artística palidece ante el perjuicio que este afán de creación efímera provoca; nos mata el alma y nos contagia de un sentido de urgencia. Pasar más tiempo en vectores y hashtags para las multitudes anónimas que en tiempo real con personas nos está haciendo un daño todavía difícil de cuantificar, pero indiscutible. 

Hacer arte y venderlo significa concretar una entrega. Esta, dicen, se hace posible gracias a la publicidad en redes y a transmitir en vivo el evento, para que la gente vea cuánta gente fue al evento… a transmitirlo en vivo en sus redes y hacerles publicidad. Para un artista, prestarle atención a cada detalle de su perfecta y curada vitrina digital es catastrófico. Por muy válidas razones, son cada vez menos los artistas que confían en el trabajo de un tercero para difusión, volcándose, en su lugar, a despilfarrar tiempo valioso en contenidos fútiles.

Gracias a la lectura, pude salir de mí mismo y entrar en la vida de los otros.

Mario Vargas Llosa

El recurso que no abunda

Puede que las redes sean una vitrina válida. El problema es que, al compararla con el resto de los canales, difícilmente hay uno que exija la constante felación de energía que las redes demandan. Pagas un anuncio en radio, ahí sonará y no te enteras. Acudes a una entrevista y el periodista hará el trabajo (que, de paso, se les debe agradecer más). Pero las redes cobran al artista un alto precio por su gratuidad que ningún otro medio exige con tanta insistencia: tiempo y atención. 

Desglosemos. Tienes un plan de acción a través de redes, un grupito de chat en donde se acuerdan las horas de publicación. Seis días para crear algo que pasará menos de un minuto en los ojos y la mente. Comienzan a entrar los “Me gusta”,  por reflejo condicionado, o por cumplir y apoyar; algunos se tomarán la molestia de teclear un comentario que deberá ser respondido, o bien se forma un absurdo de chistes internos que solo sus autores entienden. 

El reverb del absurdo prosigue: ahora se menciona el evento en las historias. Tienes que repostear, el autor repostea el repost y tú reposteas el repost del repost. Y el fan que no reciba un repost se sentirá menospreciado. Tiempo bien invertido para un material que desaparecerá en un par de horas. Se va el tiempo no solo en crear contenido, sino también en consumirlo. Zuckerberg y ByteDance deciden qué hora y cuánto tiempo dedicas a tu dispositivo. Pasada la actividad, quedarás viendo los numeritos de aprobación con una falsa sensación de éxito. 

Sígueme en mis redes…”

La atención disgregada, la falta de empatía, la incapacidad para la espontaneidad social, la discordancia entre la identidad en redes y el trato en tiempo real, y la miopía hacia lo perdurable son algunas de las conductas que en estos años pude presenciar en artistas que se desbordan en buena vibra digital. El apuro provocado por las redes no perdona generaciones. Gente que anteriormente entendía y valoraba la inspiración necesaria para el proceso creativo sucumbió al tren del algoritmo. 

Los que más criticaban la inatención del ciudadano promedio ahora madrugan para posar frente a los ojos invisibles y los aplausos mudos de totales desconocidos, a una frecuencia en la que ya no es compartir y conectar. Ojo: usar las redes para compartir la experiencia propia, concienciando sobre temas humanos y fomentando la solidaridad es una iniciativa loable, pero exhibir demasiada información apaga la mística que rodea el fenómeno de ser artista. 

¿Y el tiempo? ahí quedó. Meta y ByteDance facturando, maquinando nuevas formas de succionar nuestro recurso más valioso y escaso. Distrayéndonos de la gente real para vendernos un espejismo de éxito. Manipulando la credulidad con las historias de estrellato. Que si no estás en redes no sabrán que eres artista, que tener seguidores y vistas te dará beneficios, peor aún, que los necesitas. Más tiempo de transmisión que de composición musical. Más poses con el libro que tiempo de lectura. Más comentarios de pavadas y fotos del Mundial que nuevas ideas y creaciones.  Más flores para el difunto que gratitud en vida. 

En esto han convertido las redes al artista. En una civilización de la taquilla que se pelotea el protagonismo y la indignación. Las redes iniciaron como una herramienta invaluable para conectar con otros y encontrar en ellos una causa común, para compartir una identidad o un dolor, para informar y motivar. Ahora son parte de la identidad, ahora se firma con el nombre y la arroba. Atrás quedó la musa, ahora la amante es Meta. A ella le regalamos, adúlteros, traidores, nuestra creatividad.

MissPraxx

MissPraxx

Escritora, melómana y desequilibrada. Menos etiqueta y más verdad.