Los noventas no fueron una época fácil en Panamá, pero vivimos una relativa bonanza cuando la televisión por cable, los teléfonos celulares y el Internet ganaron terreno. Para los adolescentes, este avance permitió conectar con la música de otras latitudes de una manera más intensa: ahora podías ver a tus bandas favoritas, gracias a tres mágicas letras: M-T-V.
Llegar a una tienda de discos en plena mitad de semana era un placer que todos podían costearse; eso sí: comprar era otra historia. Los cines en los centros comerciales ofrecían entradas a medio precio los miércoles; para matar tiempo antes de la película, muchos optábamos por refugiarnos en una tienda de discos en vez del proverbial restaurante de comida rápida. Deleitar la vista y los oídos con la nueva música, manosear los discos que muchos anhelábamos poder adquirir (costaban entre 15 y 20 dólares en promedio) era una divertida excursión.
Las tiendas de discos, como buenos negocios, no desperdiciaban la oportunidad de antojar a los posibles compradores con la sección de muestra: una caja donde podías usar, por un tiempo limitado, unos audífonos para reproducir 15 segundos de las canciones del álbum de tu interés, y así decidir si lo adquirías o si solo te interesaba una canción. Algunos íbamos simplemente a abusar de la caja hasta que nos llamaban la atención (repito: adolescentes), otros pasaban un rato largo considerando si la compra lo valía. Para ese tiempo, era impensable que la música se obtuviera por un medio que no fuese físico.
Para 1999, mis compañeros de la escuela empezaron a usar un nuevo vocabulario. De vez en cuando, mi atención se centraba en una extraña frase que repetían a cada rato al hablar de trabajos en grupo: «Yo lo subo y tú lo bajas». Como buen bookworm, ignoraba la conversación y volvía a mis asuntos. En otra ocasión, llegaba otra frase extraña: «Nos vemos en mirk«, y con el tiempo, llegó otra palabra que simplemente no pude sacarme de la cabeza: NAPSTER. ¿Qué era todo aquello? Tenía que haber una razón de peso para que mis compañeros decidieran quedarse en casa todo el fin de semana.
Una serie de preguntas me llevaron a entender todo el fenómeno de esta nueva herramienta llamada Internet. Ingenua yo, pensaba que solo servía para investigar una tarea en la biblioteca (realidad de los que no teníamos computadora personal en casa, que éramos mayoría). Resulta que mis amigos ahora no necesitaba grabar canciones de la radio ni comprar discos compactos. Ahora la música viajaba por Internet y en vez de adquirir un equipo de sonido, ahora solo había que instalar un programa cuyo ícono era una llama (como el animal), al que inclusive podías instalarle carátulas divertidas y fotos de artistas.
El resto de la historia ya lo sabemos. Pasamos de discos a mp3, a discos quemados, a reproductores portátiles con capacidad absurda, luego a YouTube y un par de pasos después, la lapidaria frase que todo músico conoce: «ya disponible en todas las plataformas digitales». Es impactante pensar que hubo un tiempo no muy lejano en el que, para escuchar a un artista, no te quedaba más remedio que pedir que la radio lo sonara, comprar su disco o ir a su concierto (si es que llegaba a tu país). Decorabas tu habitación con los afiches que traían las páginas centrales de Tiger Beat, Tú, o mejor, Sábado Espectacular (producción panameña). Comprabas muebles para apilar tus discos y convertirlos en decoración, guardabas celosamente tus casetes limpios para poder grabar tu playlist o dedicárselo a esa persona especial, pero nada se comparaba a salir de una tienda de discos con esa reluciente cajita, imposible de abrir, con el cuadernito de las canciones que, por alguna razón, no podías evitar olerlo, revisar las fotografías y preguntarte por qué las canciones estaban en ese orden.

De pronto escuchabas la versión completa de esa canción que te fascinaba en la radio, para enterarte que la habían cortado y tenía un intro de 15 segundos que nunca habías oído. Wao. Así que eso es lo que ganas por pagar el producto físico. En mi caso, hubo un casete en especial (porque no tenía reproductor de CDs) del que, en los artículos de prensa, solo mostraban la portada (blanco y negro). Al abrir el pequeño contenedor transparente y sacar el cuadernillo, resulta que todo el fondo del texto estaba adornado con «El Jardín de las Delicias», de El Bosco. La impronta de esa experiencia quedó tan aferrada a mi memoria que, cada vez que veo una imagen de esa pintura, puedo sentir el olor de la tinta del cuadernillo… y escuchar ese intro.
Luego de este viaje al pasado, pasemos a explicar por qué los lanzamientos digitales, pre-saves y listas de Spotify no quedan (ni quedarán) en la memoria de tus seguidores.
1. El formato digital es perecedero.
En varias entrevistas sobre su trabajo como biógrafo, el autor Walter Isaacson comparaba la odisea de obtener información de los archivos digitales de Steve Jobs (quien murió en 2011) con la disponibilidad de los apuntes de Leonardo da Vinci (fallecido en 1519). Decía Isaacson que el papel, aunque parezca lo contrario, es un formato confiable. En el caso de la música, estamos hablando de otros materiales, sin embargo, se aplica el mismo principio. Gran parte de los que ahora son usuarios de plataformas digitales recuerdan los tiempos de MySpace, nombre que ahora descansa en el camposanto de la evolución digital.
2. La experiencia del usuario (UX)
Más que adquirir el producto, el consumidor se engancha con la expectativa del producto. Los discos eran estrenos esperados desde meses, la cantidad de publicidad y promoción destinada a anunciar un próximo lanzamiento creció a pasos exponenciales. Muchos artistas recurrieron en su momento a costosos teasers dirigidos por cineastas, artículos promocionales y giras interminables donde podías disfrutar la música antes de tenerla en tus manos. Como melómano, te sentías como parte de un culto, de una comunidad que seguía atentamente los pasos de la exquisitez que tu artista te entregaría. La radio te sonaba el sencillo, MTV te mostraba el video y TV guía te regalaba la letra de alguna de las canciones. Un juego previo largo e intenso antes de poder tener la música contigo.
Por esa razón, muchos fans del rock que no tenían recursos para adquirir los discos (ni ir a los conciertos, si es que pisaron Panamá) se volvieron más leales a sus bandas: un amor prohibido que volvió más fuerte el vínculo; ahora de adultos no dudan en hacerlo.
El formato físico se daba a respetar. Nadie en sus cinco sentidos se atrevería a desplazar un vinilo con sus torpes pulpejos para cambiar de canción. La música no siempre iba contigo a todos lados. Y si tenías reproductor portátil, en tiempos antes de la piratería descarada, solo compartías el paseo con un artista o álbum específico. Había tiempo y voluntad para encariñarse con el producto entero, no con unos segundos de la canción.
3. Spotify no huele a nada.
El formato físico tiene una textura, ilustraciones y aroma. Por más industrial e impersonal que parezca, la experiencia multisensorial es poderosa. El consumidor que adquiere discos aprecia esos detalles: el libro de canciones, el arte que adorna la etiqueta de impresión, las fotografías y desde luego, los bonus tracks. Pero el olor merece una mención especial. Las memorias olfatorias son más fuertes a la hora de evocar recuerdos y escenarios vívidos. Casi todos los que vivimos la era del formato físico y nos encontramos con el mundo del streaming ya de adultos recordamos, sin mayor esfuerzo, el olor de un libro nuevo, el de una caja de témperas o el de los crayones. Un viaje sin escalas a momentos felices.
4. Tus padres y familia
Por más que veamos a la generación digital adaptativa (que llegaron a la edad adulta sin Internet) fascinados con el contenido de YouTube, es probable que para la mayoría de ellos, el formato digital no represente un producto real, por el que alguien paga. Un artista que lucha por convencer a sus padres y familiares sobre la seriedad con la que se toma su trabajo artístico tendrá en el formato físico una muestra real del producto de su inversión. Aunque pueden sin dudas convertirse en usuarios muy hábiles de las plataformas de contenido, para ellos la música está en un disco o en la radio.
5. La mayoría lo comprará y no lo va a escuchar (y eso no importa)
Cada formato está hecho para un cliente distinto: el suscriptor de plataformas de streaming te busca en un millón de opciones, selecciona tus canciones y ahí estás, en el playlist… al lado de miles de canciones más. Luego te menciona en redes y te vuelve parte de la lista de otro usuario más que ama la música nacional pero cuyas más escuchadas del año serán (no llores) reggaetón. El comprador de vinilos es un cliente exigente y el que adquiere casetes es otra clase de criatura. Sin embargo, no es tu trabajo como artista juzgar la conducta de consumo musical. Tu interés con el formato físico es vender. No te desveles por las peripecias técnicas que tus fans tendrán que hacer para escuchar la música. No pierdas tiempo preguntándoles si comprarían un casete con tu música o analizando que los autos ya no traen reproductor de CD’s (típicas conversaciones que se dan entre músicos). Saca tu material y véndelo.
6. Tú eres el producto
El que compra un libro o disco de tu autoría tiene más probabilidades de adquirirlo si estás frente a él. El impacto de la conexión directa, poder hacerte preguntas y ver cómo las demás personas te validan al comprar tu producto, tiene un poder sobre la mente del consumidor. Si por ejemplo, las tiendas de discos hicieran una tarde familiar tipo convivencia (no concierto), o una actividad orientada a adolescentes, con artistas en persona, conversando y tomándose fotos, tendrían una potencial oportunidad para vender discos, boletos de eventos y mercancía promocional. La publicidad y redes sociales puede ser la muestra gratis, y el producto final se adquiere en las discotiendas y conciertos.
El disco se firma, se abre, se estrena (efecto de la novedad), se vuelve tangible luego de embobarse con la portada; alardeas que te lo firmaron, no importa si el artista es desconocido por los demás; al fin y al cabo, no es música: para el cliente, es un pedazo de ti, un objeto de valor al que le tomará fotos y las compartirá con todos sus contactos o seguidores para demostrar su gusto impecable (otro ejemplo de motivaciones inconscientes). El que compra un disco siente que respalda mejor al artista que el streamer, un usuario que alimenta el bolsillo de corporaciones de las que tú como artista solo recibes una milésima. El que compra un disco siente que hackea al capitalismo. Te lo encontrarás en la calle y te dirá «¡Tengo tu disco! Me lo firmaste en tal lugar».
Y con respecto a discos en formato de memoria USB, recuerda para qué la usas la mayoría de las veces. Nada divertido.